viernes, 15 de abril de 2011

"La piscina de los Graff" 1

Las entradas en este espacio, "La Piscina de los Graff", pretenden ser una colección de relatos confeccionados a base de anécdotas y experiencias vividas en Sudáfrica a lo largo de más o menos diez años. Eran tiempos muy diferentes a los ahora. El país ha dado un vuelco. Del ayer y hoy, de todo un poco, hablaré aquí.  

El nombre "La piscina de los Graff" hace referencia a un lugar en Ciudad del Cabo para mi muy entrañable y que visitaba a menudo.

Si bien no escribo con la pretensión de emular a los grandes escritores de viajes me permito al menos fantasear con la idea de que llegue el día que pueda juntar todo este material y darle forma de libro. Ya veremos.

Por último, puesto que esto es un blog, un medio que permite desenvolverse con gran libertad, cabe la posibilidad que algunas de las entradas publicadas experimenten, con el pasar del tiempo, ligeros cambios. Ya se sabe que la memoria es una cosa elástica y muy a menudo esta nos sorprende con cosas nuevas.

En fin, espero os agrade.






En Moullie Point, Cape Town, hay un Café donde sirven un estupendo espresso. Se llama Adesso y es diminuto. El camarero, un joven de aspecto asiático, me sirve un espresso en una tacita blanca con el anagrama de la marca de cafés Illy. El color dorado de la espuma contrasta con el rojo de la taza. Doy un sorbo. El sabor es ligeramente amargo, como a mi me gusta. Lastima que la tacita, realmente minúscula, apenas dé para tres sorbos.

-¿Qué debo? -Le pregunto al camarero mientras este deposita con sumo cuidado una bandeja con cruasanes en un expositor -Dos rand, por favor -, contesta con una sonrisa.

Apuro el café, pago la cuenta y salgo a la calle. Luce el sol - algo no muy habitual en los imprevisibles otoños del Cabo y decido dar un paseo. Echo a andar en dirección Fritz Sonnenberg Road. Al pasar por delante del Club de Golf Metropolitan, observo a través de la alambrada, un grupo de seis ancianos salir del Club House y dirigirse a pie al primer green. Les sigue un caddy negro cargado con una gran bolsa llena de palos. A juzgar en cómo anda, con el cuerpo inclinado hacia un lado, ésta debe pesar lo suyo.



Por detrás de la montaña Lions Head asoman unos amenazadores nubarrones. Sopla un aire frío. En la bolsa llevo una bonita bufanda de seda marrón que alguien me trajo ahora no recuerdo de que país. Me cubro el cuello con ella y aprieto el paso.

Al final de calle, haciendo esquina con el paseo marítimo, donde antes se alzaba un vulgar edificio de apartamentos de la época de los 70s, ahora se hay un esbelto bloque de viviendas de diseño. Luxury is not an optional extra - it's common place, reza una valla publicitaría en la elegante fachada que mira al mar. Completa el anuncio una foto de un apuesto caballero vestido de blanco y que contempla el mar desde el balcón de su estupendo loft.


  Los días en que no hay bruma, como hoy, se alcanza a ver el perfil de la isla de Robben Island. Por unos instantes imagino que estoy ahí, encerrado en una celda, y con la vista puesta en la montaña. Hoy el tiempo amaga con volverse desapacible pero para mi este es el momento más bello del día. La luz gana en matices; los tonos se vuelven suaves y cálidos. La espuma de las olas que rompen en la orilla recuerda a las claras de huevo recién batidas. La silueta de Table Mountain se torna violeta y el manto de nubes que la cubre, rosa. Muy cruel estar ahí, en aquella isla, encerrado en una miserable celda y tener que soportar todas las tardes el mismo espectáculo. La emoción me nubla la vista.

Sigo andando hasta llegar a unas escaleras que bajan a la playa. Al ser una playa casi toda de rocas no es fácil dar con un lugar donde poder instalarse con comodidad. Para acceder al agua hay un viejo paseo de cemento que lleva a una caleta de aguas más tranquilas. Es un espacio donde además de uno poderse bañarse a gusto, había privacidad. Podías tumbarte o nadar desnudo sin la preocupación de que alguien pudiera verte. Los mismo que habían construido el pedestrian walkway, el paseo de obra, habían añadido un muro que te protegía de miradas curiosas.

En un popular programa de radio de los años 80 La sra. Eunice Levinstein, oyente habitual, llamó un día quejándose de un bochornoso espectáculo que veía todas las mañanas desde el balcón de su casa. “¿Qué sucede señora?” Le preguntaron. “Hombres practicando sexo”, dijo, indignada. ¿Cómo dice? “Lo que les digo; desnudos y haciendo todo tipo de porquerías”. Transcurridos unos minutos, un coche patrulla se personó en casa de la sra. Levinstein.
Los agentes descubrieron que la única estancia orientada al paseo, y con vistas a la playa, era el cuarto de baño principal. En el baño había un ventanuco de guillotina situado en un extremo del baño, a una altura fuera del alcance visual de incluso alguien como el Cabo Marius Cronje, un tipo alto y corpulento.
Los dos policias lanzaron una mirada interrogatoria a la sra. Levintstein.
“Utilizo la escalera que guardo en el trastero”, aclaró ella.

Esta anécdota se la oí por primera vez al guía Bruce Burton, a quien tuve de supervisor en mis primeras salidas en grupo. Los guías a veces gustan contar anécdotas picantes. Sirven para romper el hielo, para tantear a los clientes. La historia de la señora Levinstein puede sonar a chisme pero era verdad.

En el camino a Bantry Bay reparo en lugares familiares y que poco han cambiado a pesar de los años transcurridos. El hotel Winchester Mansions, con su imponente fachada de estilo colonial inglés y flaqueado por enormes palmeras, sigue ahí, delante de un parque recubierto de césped y encarado a poniente. El césped forma parte de una extensa franja verde que discurre entre los dos carriles reservados para el tráfico y el paseo junto a la playa. En días soleados familias y grupos de amigos toman posesión del parque. Es un amplio trozo de cesped muy bien cuidado que separa el hotel del paseo marítimo. Bien cuidado y largo, pues se extiende a lo largo de varias manzanas. La gente aprovecha la ocasión para disfrutar de un suculento picnic o de un improvisado partido de críquet. Los fines de semana organizan conciertos gratuitos de jazz.  El talento de algunos de los grupos es realmente extraordinario y todo lo que se recauda - son gratuitos pero casi todo el mundo colabora con una pequeña donación - va destinado a actividades benéficas.



El Winchester Mansions dispone de un acogedor bar. La zona exterior ocupa un angosto y reducido porche. Apenas caben cinco o seis mesas. De joven, siempre que pasaba por delante, en especial por las tardes, lo veía abarrotado de gente. El atractivo de entonces y el de hoy sigue siendo el mismo: las puestas de sol. Probablemente de las mejores de Ciudad del Cabo. Hace unos años, en ocasión de un viaje de trabajo, tuve por fin mi oportunidad. Había salido a dar una vuelta en compañía de unos clientes. Eran dos matrimonios amigos. Gente muy viajada, sin embargo nunca antes habían estado en Ciudad del Cabo. Faltaba poco más de una hora para el atardecer cuando pasamos por delante del Winchester Mansions. Me sorprendió muy poca clientela en el bar. Entramos, nos dirigimos al porche y nos sentamos en la única mesa disponible. Mis acompañantes pidieron dos gin-tonics y yo un whisky-sour. "¿Por qué brindamos?" Nos pusimos rápidamente de acuerdo: "por un hermoso atardecer". En apenas unos segundos, el sol, un enorme disco rojo, se ocultó en el lugar más lejano del horizonte y del vasto océano.

Años más tarde, en Barcelona, volví a ver aquellos antiguos clientes. "No he vuelto a probar un gin-tonic como el que nos tomamos una tarde sentados en la terraza del Wincherter Mansions".

De joven trabajé en un bar, el Carrousel, que estaba junto a la piscina pública de Sea Point. La piscina sigue ahí, en la playa. El Carrousel tenía dos niveles. Abajo el bar, arriba el restaurante y una hermosa terraza con estupendas vistas del mar y la playa. Ya desapareció y en su lugar ahora hay otro negocio. Es una heladería con colores chillones. De esas de estilo americano y que ahora hay por todas partes. Cuando era el Carrousel era otra cosa. La cocina que practicaban intentaba ser una mezcla de especialidades francesas y locales, con hincapié en los productos del mar. Nada extraordinario, en aquella época no existía la sofisticación culinaria, pero la calidad era más que aceptable. Prueba de ello es que la mayoría de los clientes eran habituales. Sin embargo el lograr un ambiente adecuado era más importante que una buena cocina.
Los fines se semana el Carrousel era uno de los pocos lugares en Cape Town donde ir a pasar un buen rato por la tarde. La zona del bar, una vez terminado el turno del almuerzo, se habilitaba como Cine Club. Las películas que se proyectaban eran muy variadas, estrenos comerciales de éxito se alternaban con rarezas del cine avant garde o arte y ensayo, recien traidas de Europa o los EE.UU. La censura imperante y que el Carrousel, de algún modo esquivava, convertía aquellas sesiones de tarde en todo un acontecimiento. El ambiente, una vez todas las mesas estaban ocupadas, con gente agolpándose en la puerta,  era extraordinario. Había días que el aire olía a actividad ilícita, transegerosa, y la sensación era muy excitante.
Conservo el recuerdo de estar sentado en una mesita junto a la ventana, mirando al mar. El cielo rojo  - pink at night, shepard's delight, decía mi madre -, y un mar de seda dorada. Compartía con dos amigos más, Dave y Lisa. Los tres expectantes. De la primera película -las sesiones igual que en los cines de barrio en la España de antes: dos pelis-, ni me acuerdo. La otra, la Grand Boufe, de Marco Ferreri. ¡Madre mia, qué bien lo pasé! Tal vez tenga que ver con todas aquellas escenas con pantagruélicas cenas (o desayunos o almuerzos, ahí no sabes cuando es una cosa u otra), pero lo cierto es que nuestra cena, que compartimos entre todos, una moussaka, media langosta al grill y un turbot al horno, nos supo a gloria.

Prince Lodge. Salgo al pequeño patio que da a la parte interior de la casa. Es un lugar recogido y coqueto. En un extremo hay una barbacoa. Junto a esta, adosado al muro que da a la casa contigua, un banco de obra con cojines de diversos materiales, tamaños y diseños. Phileas, el gato de Erica y Malcom duerme acurrucado sobre la mesa-camilla que sirve para tomar el desayuno. Un mantel de tonos cálidos cubre el sobre de marmol.


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